Se levanta y va al baño, camina 8 o 9 pasos, cierra la puerta y se queda
mirándose fijamente, intentando que aquello que no deja de nublar su mente se
vaya; intentando que esa nube espesa que lo invade, que no lo deja vivir,
trabajar, respirar… se marche para siempre. Mira su rostro pálido, sus labios
secos, su pelo enrarecido, aquellos lentes que nunca le han gustado; se da
fuerzas, piensa positivo, se lava las manos y sale de nuevo al mundo, sale de
nuevo a enfrentarse con la niebla espesa que lo cubre, que no lo deja ni un
segundo.
Ya lleva poco más de tres semanas con ella, a veces piensa que ya hacen
parte el uno del otro, la consiente, la acaricia, la quiere; sin embargo, y en
su mayoría, la odia, le produce un vacío en el estomago (no ese baile de
mariposas que sintió por largos años), un vacío que le absorbe las ganas de
vivir, las ganas de ser feliz, hasta las ganas de llorar. Quiere llorar, pero
ninguna lagrima sale de él, oculta el dolor muy bien, nadie ve su niebla, nadie
nota su respiración agitada ni sus ganas de salir corriendo. Pero, ¿correr a
dónde? No lo sabe, a todo lado lo persigue la espesa niebla, a todo lado lo
persigue el vacío, a todo lado lo persigue el dolor. Solo quiere dejarlo atrás
y los pequeños momentos de olvido vienen seguidos de pensar en que por un
momento se olvidó el dolor espeso. No hay momento que lo alivie por mucho, no
hay lugar que no traiga recuerdos, no hay canción que lo anime, no hay baile
que no le recuerde la niebla espesa que lo cubre, que le quita el aliento y lo
hace caer en ese espiral destructivo e infernal.
Piensa en situaciones futuras, en los caminos que podría coger, en las
decisiones que siempre chocan, que siempre son distintas entre su cerebro
racional y su cerebro emocional. Sabe que una solución lo aliviará rápidamente,
pero sospecha que esa decisión tarde o temprano traerá de nuevo a la nube
espesa; la detesta, sabe que ese camino la volvería más grande, más compacta,
más asfixiante. Con el otro camino no le queda más que vivir como está, sabe
que no será para siempre, “no hay mal que dure cien año…” piensa, pero no
quiere vivir cien años con ese mal. ¿Suicidarse? No, es solo un pensamiento que
llega y se va de inmediato, ama mucho vivir, así sea con esa nube maldita.
Pero, ¿cómo deshacerse de esto que lo atormenta, que no lo ha dejado vivir, que
le impide su existencia? simplemente no lo sabe, no sabe a dónde apartarse, no
sabe cómo hacer que desaparezca.
Todos sus propósitos cambiaron, toda su vida cambió, todas sus metas ahora
son diferentes, tiene toda la libertad para decidir lo que quiere hacer, pero
no la quiere, no quiere la levedad, quiere el peso que lo amarra al suelo, el
peso que lo amarraba a la vida que estaba viviendo, quiere vivir los sueños que
se le escaparon, quiere seguir luchando como lo hacía, pero sabe que ya no le
conviene, que el mejor camino es seguir queriendo a su niebla maldita, espesa,
asfixiadora. Que en algún momento habrá de desaparecer, ya antes le había
pasado y había logrado que esta se fuera y aunque la que le cubre ahora es
diferente, es mucho más grande, más espesa, sabe que no le queda otra que
acostumbrarse a ella, porque en el momento que menos lo espera llegará alguien
que lo aparte de dicha nube y lo dejará ver un nuevo cielo azul.