23 junio, 2009

La Extraña

Era una pesadilla, pienso, con la respiración agitada y mi mamá, que aunque está manejando, mirándome fijamente.

Es la tercera en esta semana y cada vez se ponen peor. Trato de olvidarla y me concentro en el paisaje nocturno, es difícil, las pesadillas se fijan en mí y no se desprenden, pero cosas curiosas pasan a mi alrededor. Hay un gran árbol, el clima es fuerte, todavía no llueve pero se ve, por los rayos en el distante cielo y la aplastante brisa, que esto es algo inminente.

Me fijo en el árbol, la brisa lo golpea. Sus hojas vuelan por doquier, su tronco se inclina, partes de su corteza se desprenden perdiéndose en la inmensidad del valle y pese a todo este se mantiene aferrado al suelo, a la vida.

La lluvia empieza a caer, y el limpiaparabrisas está al máximo. Ahora no podemos escapar de la tormenta.

Recuerdo mi pesadilla y esta se fija otra vez en mí. Siempre son diferentes pero cada vez más aterradoras, como si atacaran apropósito justamente lo que más deseo con lo que más me atemoriza y desafortunadamente, para mi racionalidad, el fondo de estas es constante: una fuerte tormenta, justo como la que tengo al frente.

No sé donde estoy, si viviendo una realidad o simplemente en otro sueño o peor otra pesadilla. El clima empeora y nos obliga a parar en un viejo almacén a la orilla de la carretera. Entramos forzosamente y una mujer, que se encuentra del otro lado de la vitrina, nos mira fijamente. Su cabello liso y castaño, sus ojos claros, su suave piel morena, su rostro pecador y su delgada contextura me obligan a mirarla con deseo. Por un momento ella me hace olvidar de mis pesadillas.

Tenemos una corta charla, y luego de un café, mi mamá duerme en el sofá, con el único deseo de que la lluvia pase pronto, algo improbable si se mira por la ventana. Sólo quedamos la mujer y yo. Nos miramos y aunque poco o nada la conozco acepto su invitación a seguir tratando de no despertar a mamá.

Hablamos, conocí un poco de su historia y ella un poco de la mía, suficiente para ir a otro nivel. Una hora después estaba acostado mirando el techo colonial de su cuarto, mientras la mujer, recostada sobre mi desnudo pecho, me mira deseando un poco más de lo que acabábamos de tener.

Escucho mi alrededor y ya no está ese molesto ruido de las gotas chocando contra el techo. Es hora de irme. Salgo del cuarto, despierto a mi mamá y con una agradecida despedida de ella, nos vamos. Ahora estamos otra vez camino a no-sé-donde, aunque en mi mente ya no existen más pesadillas, más temores, sólo está ella, la extraña, mirándome y pidiéndome un rato más en su cama.

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