17 mayo, 2009

Sentado frente al mar

El templado viento marítimo acaricia mi rostro con delicadeza, con un amor casi maternal, mientras admiro el ardiente reflejo, que se forma sobre el mar, del poniente sol.

Puedo deleitar el exquisito aroma a libertad, que con frenesí y éxtasis anhelamos, y el cual es ofrecido, incansablemente, por el mar que se expande a mis pies. Las suaves olas que llegan a la costa masajean mi cuerpo y lo empapan de exóticas fantasías.

Un pájaro aletea en la altura, planea y canta desapareciendo tras la bellísima cúpula colonial que se alza sobre las murallas. El cielo le ha robado varios colores al arcoíris y ahora se expanden, cerca de los confines del mar, un violeta, un amarillo y un rojo que se combinan entre sí, que danzan entre las nubes creando sombras e infinidad de colores por doquier. Tal belleza entra al alma y la llena de una suspicaz felicidad. En este momento todo inspira amor, tranquilidad…

Una imagen se proyecta en mi mente intensificando tanto la esplendorosa escena como mi anhelo por compartir esto con mi amada. Sin embargo, en el mismo momento en el que el cielo a alcanzado su mayor hermosura, un suave morado, que con rapidez se oscurece, comienza a invadirlo, opacando los colores y cubriendo el crepúsculo que acababa de formarse.

Las tinieblas reinan sobre el cielo pero el viento cálido, el aroma marino y los suaves sonidos que producen las olas, reinan con ímpetu sobre los otros sentidos. Las tinieblas son superfluas ante ese poder. Siento la arena como el más cómodo sillón y cierro mis ojos al mundo para entregarme a las más insospechadas sensaciones de este paisaje que sólo Cartagena puede ofrecer.

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